A menudo tendemos a creer que el pasado es pasado. Que no lo volveremos a ver. Como si estuviese grabado en una pizarra mágica y lo hubiésemos borrado. Creemos también que con los años hemos hecho desaparecer los errores de juventud, sus amores de pacotilla, sus fracasos, sus cobardías, sus mentiras, sus pequeños acomodos, sus falsedades.
Pensamos que hemos barrido todo aquello. Que lo hemos dejado bien escondido bajo la alfombra. Nos decimos que el pasado tiene un bueno nombre: pasado.
Pasado de moda, pasado de fecha, sobrepasado.
Enterrado.
Estamos ante una página nueva. Una página que lleva el bonito nombre de futuro. Una vida que enarbolamos, que nos enorgullece, una vida que hemos elegido. En el pasado, en cambio, no siempre podíamos elegir. Sufríamos nos influían no sabíamos que pensar, nos buscábamos decíamos que sí, decíamos que no, decíamos puede, sin saber por qué. Para eso inventaron la palabra <<pasado>>: para meter en ella todo lo que nos molestaba, lo que nos hacía ruborizar o temblar. Y entonces, un día, vuelve. Arrambla con el presente. Se instala. Contamina.
E incluso termina por ensombrecer el futuro.
Las ardillas de Central Park están tristes los lunes, Katherine Pancol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario